miércoles, 12 de noviembre de 2008

El viejo de la calle San Diego


Señorita Sicóloga:

El otro día me retaste caleta porque no quise ayudar al viejito que se ponía afuera de la tienda de música. Me acuerdo que trató de tomarme la mano y yo no me dejé. Y después de eso yo me puse como loco, pegando gritos, y tu te fuiste y de ahí que no nos vemos, como que quedaste medio enojada por eso. Pero la cuestión no es así no más. Tiene una explicación. Fíjate.


Desde que estaba en el colegio que veía a ese viejito afuera de la tienda “La Casa Amarilla”.


Años después, lo vi como siempre. El viejito estaba pidiendo que lo ayudaran a subir a una micro. Era la primera vez que veía al viejo en una escena diferente, por lo menos estaba de pie y eso era una novedad. El viejo era ciego y cantaba con una guitarra de palo y una armónica. La armónica la unía a la guitarra con cinta adhesiva, que con el tiempo empezó a aumentar en cantidad, sin retirar las anteriores, hasta tapar completamente uno de los bordes de la guitarra y hacer subir la armónica hasta la boca misma del ciego. Lo normal era ver al viejo sentado ahí en su rincón. La güeá de viejo parecía un resto incaico. Nunca supe que canciones tocaba porque las tocaba a un volumen bajísimo. Sin embargo, siempre me llamó la atención y, de alguna extraña manera, me cayó bien.


Esa vez lo quise ayudar, por la novedad yo creo. Así que me acerqué, lo agarré de un brazo y lo conduje a un paradero. Los choferes no lo querían llevar. Después intentar subir a cuatro micros, me di cuenta que el viejo era un cacho. De pronto se puso a gritar “matemo una vieja, matemo una vieja”. Era bastante terrible. Traté de calmarlo, pero fue inútil. Seguía gritando lo de la vieja. Para colmo me agarró de un brazo. El viejo estaba ciego y loco, con fuerza de loco. No me quería soltar. Traté de hacer parar una micro otra vez, porfiando en lograrlo, pero me fue imposible. Un vendedor me dijo, “déjelo no más, si el viejo ese es así”. El vendedor le empezó a pegar al viejo, le daba palmetazos en la nuca y coscorrones en la pelada. El vendedor tenía cara de demente. Yo no podía creer que le pegara. “No le pegue”, le dije. “¿Y que tanto? Le pego, no más”. Y le mandaba otro cachuchazo. A esa altura estaba todo bien confuso en mi cabeza y me vino la desesperación. Me solté y me fui odiando al viejo, al vendedor, a los choferes de micro, al mundo entero y a mí mismo, hastiado todo el camino de vuelta a la casa.


Cuando llegué a la casa, tú estabas esperándome, como siempre. Y no te conté nada. Leseras mías, si te hubiera contado la historia ese día, tal vez ahora no estaríamos tan enojados. Eso,

atte.: Señor Paciente


PD: el viejo hace como un año que ya no se sienta en la banquita del poste de la casa amarilla. Yo creo que debe estar muerto.

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