lunes, 30 de enero de 2012

Antenas


Al costado del Tottus, por Nataniel con 10 de Julio, hay un “conjunto arquitectónico” por llamarlo de alguna manera, donde habitan básicamente peruanos. Parece que algún chileno hay, lo digo por la bandera que hay al medio, una bandera chilena, grande que sale de una de las ventanas. Es un chileno que quiere dejar clara su condición. Abajo hay un cibercafé (peruano) que debe ser lejos el cibercafé más hacinado que he conocido y con los cubiles más chicos. Cabe prácticamente el puro computador. Eso suena coherente de todas formas. Ya se sabe como viven de hacinados lo peruanos. Sospecho que el conjunto arquitectónico debe estar igual de saturado que el cibercafé. Los peruanos pueden construir perfectamente tres piezas en una única pieza. A pesar de ello la tele es el escape a la libertad. Pueden apreciarlo en la foto: la muralla se halla casi revestida de antenas parabólicas. Me recuerda esos hoteles japoneses donde cabe una única persona, en una especie de sarcofago, con harto menos tecnología eso sí, pero la tele al final de la cama es también el valor más importante.

jueves, 19 de enero de 2012

El mesón del buen comer



Al final de Bulnes, casi llegando a la estatua de Pedro Aguirre Cerda, existe un local de público chelero y pichanguero: el Mesón del buen comer. Si uno se guía por el nombre se imagina un local medieval, una de esas tabernas que figuraban en la literatura caballeresca o en Robin Hood. De hecho, el mono que acompaña el nombre del local es un chef de esos con gorra. Pero el mesón del buen comer no tiene nada de eso. Ni siquiera muy buena comida. Es lo de siempre: menús de almuerzo para los funcionarios que pululan por el sector durante la semana y, por supuesto, completo, churrasco, chacarero todo eso mojado con chela, en las tardes. Y por supuesto futbol, transmitido por una enorme pantalla con múltiples canales.


Debo confesar que mis experiencias con el mesón han sido más bien malas. En alguna época (por el 2002) iba cada tanto. Era atendido por alguien que podía calificarse de “el dueño”. Mi polola de ese tiempo se imaginaba a Tío Vania, personaje paternal del libro “Sobre héroes y tumbas”, de Sábato. De hecho, llamada así al gordo. Ese gordo usaba la gorra de chef, lo que le daba un toque particular a su personaje. Dado el nivel de idealización literaria, un día se nos ocurrió consultar las condiciones para hacer un evento poético en su local. El gordo respondió que con 300 lucas, me pasaba el local una noche completa. Fin de la conversa.


Después de eso dejé de ir. Pero noté una cosa curiosa: Tío Vania había contratado un asistente. Se trataba de una especie de hombre elefante, un personaje que tenía la cara tan deforme que uno imaginaba que usaba una máscara. Alguna vez lo vi pasearse por el barrio con una mirada que podía calificarse de melancólica. Ya me imagino la impresión de los comensales. Quien les servía la chela un sujeto sacado de la guerra de las galaxias, específicamente de la fiesta de Jabba. Lo bueno es que el hombre elefante fue adquiriendo algo de aplomo y seguridad en si mismo. Inicialmente solitario, de pronto lo vi pasearse con algún sujeto. El hombre elefante carreteaba. Más aun: después lo vi pasearse de una mujer y conversar acarameladamente en una banca de plaza almagro, en un periodo en que yo estaba más botado que papel palpo. Todo ese éxito era gracias a su pega en el mesón. Impresionante.


Después de un año todo acabó. Dejé de ver al hombre elefante y dejó de trabajar en el mesón. Contrataron a otro tipo. Uno enérgico, que nunca se sacaba una gorra de los supercampeones ni sus pantalones militares. En esa época volví a entrar al mesón, para un partido del colo. El local estaba que reventaba. No había donde sentarse, salvo una banqueta cerca de la barra. Le dije al garzón milicoide si podía usarla. “Espérame un poco”, me dijo. Esperé un poco. Estaba a full. Cuando lo vi más tranquilo le pedí una cerveza y nuevamente la banca que estaba en su sector. Hizo un gesto haciéndose el sordo y después partió rajado a atender una mesa. Apareció mi mal carácter. Me fui, derecho a la salida y pegué un portazo que hizo un escándalo de proporciones: la parte de afuera del local es de vidrio y la puerta que había golpeado también. No sé como no se quebró. El garzón al fin me atendió: salió con un palo a golpearme. Cuando lo encaré los colocolinos lo hueviaron y él se devolvió, un poco avergonzado.


Ahora paso con regularidad por afuera de su local. El milicoide me reconoce, pero se hace el leso. Es ya una historia vieja. No he vuelto a entrar a su local.
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